Desde el pasado 27 de junio, cuando arremetió contra la autoridad capitalina por una supuesta desatención a los problemas de drenaje de la ciudad de México, Felipe Calderón ha buscado desacreditar, con todo el peso del cargo que ostenta, al Gobierno del Distrito Federal. A las desafortunadas y alarmistas declaraciones de esa fecha siguieron varias más: dos días después sugirió que no había, por parte del Ejecutivo local, "un mínimo de colaboración y de disposición al trabajo conjunto". Antier, al anunciar desde territorio mexiquense un convenio para la construcción de trenes suburbanos, el habitante de Los Pinos volvió a la carga, criticó la supuesta "desatención" de las administraciones urbanas y, en un extraño retorno a las obsesiones verbales del foxismo, emitió una descalificación extemporánea a las obras viales realizadas durante la administración de Andrés Manuel López Obrador. Ayer, en un nuevo round de sombra efectuado en los Viveros de Coyoacán, y al que no asistieron ni el Ejecutivo capitalino ni el jefe delegacional coyoacanense, Heberto Castillo Juárez, Calderón acusó al gobierno capitalino, entre otras cosas, de no haber invertido en sistemas hídricos, de descuidar la calidad del aire y de no estimular el transporte colectivo.
Esta campaña discursiva, en la que el titular del Ejecutivo federal ha hablado incluso en nombre de "los ciudadanos del Distrito Federal" -cuya autoridad elegida, hay que recordarlo, es Marcelo Ebrard-, resulta, por decir lo menos, una extraña manera de poner en práctica los principios del federalismo, un flaco favor al espíritu de respeto que debiera imperar entre las instituciones políticas del país y entre los distintos niveles de gobierno, así como una táctica contraproducente si su propósito es restaurar la afectadísima legitimidad del cargo que ostenta: entre las funciones de la Presidencia de la República no figuran las de adversar de manera sistemática a autoridades locales de signo político distinto, sembrar alarmas y zozobras innecesarias entre la población ni sembrar inquinas entre los gobernantes estatales y sus gobernados. Debiera ser innecesario, a estas alturas, recordar que Felipe Calderón ostenta la titularidad del Poder Ejecutivo federal y no la jefatura de la oposición en la capital de la República.
Por lo demás, la inocultable animadversión calderonista contra las autoridades capitalinas contrasta con las obsequiosas actitudes del jefe del Ejecutivo federal para con gobernadores impugnados, desacreditados y difícilmente defendibles, como Ulises Ruiz y Mario Marín, quienes, en tanto que funcionarios públicos, habrán podido cometer numerosos y aun escandalosos fallos, menos el de rechazar la foto con el habitante de Los Pinos.
En efecto, no pasa inadvertida la molestia de Calderón por la sostenida negativa a reunirse con él por parte del Ejecutivo local, y da la impresión de que el político panista está dispuesto a presionar por todos los medios al perredista y forzarlo a sostener un encuentro que, en las actuales circunstancias políticas, no tendría más sentido que el de otorgar, por la vía protocolaria, una ración de legitimidad a un gobierno que tiene una necesidad crítica de ella. Y en este afán, la Presidencia de la República pretende hacer pasar el rechazo a la reunión ceremonial como una falta de cooperación. Sin embargo, la opinión pública percibe con claridad que, más allá de los actos formales, las autoridades federales y las capitalinas colaboran en forma normal, como lo demuestran, por ejemplo, los operativos conjuntos contra la delincuencia.
Calderón Hinojosa está obligado a remontar su déficit originario de legitimidad y a gobernar en presencia de una fractura política y social que no desaparecerá por el simple conjuro discursivo, y cuya solución requiere, en cambio, de sensibilidad, de moderación y de reconocimiento a las diferencias partidarias e ideológicas. Independientemente de las encuestas de popularidad a modo contratadas desde Los Pinos, la Presidencia de la República tendría que estar consciente de que en la elección del año pasado su titular obtuvo 27 por ciento de los votos en el Distrito Federal, frente al 58 por ciento logrado por López Obrador, que Ebrard aventajó por 20 puntos porcentuales a su rival panista, y actuar en consecuencia, es decir, con mesura, prudencia y respeto a la voluntad de los ciudadanos.
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