Jorge Gómez Barata
Inició el año con la desagradable sensación de que la dramática apelación de Danielle Mitterrand en carta abierta a los dirigentes europeos, instándolos a salvar la democracia en Bolivia, cayó en saco roto o fue abducida por las frivolidades que acompañan a las celebraciones navideñas.
El hecho de que los gobernantes y los líderes de instituciones no gubernamentales europeas e internacionales no se hayan dado por aludidos es de extrema gravedad, aunque nunca tan penoso como la indiferencia de una parte de la izquierda internacional, para no hablar de los pseudo demócratas latinoamericanos.
Parece como si alguna fuerza desconocida, con capacidad paralizante, hubiera decretado una tregua unilateral que pone moratoria a la solidaridad, desmoviliza los apoyo, sin preocuparle que los enemigos de la democracia y el progreso que en Bolivia y fuera de ella trabajan para “joder al indio” estuvieran alertas, aprovechando cada oportunidad en que sus aliados bajen la guardia.
La verdad es que no hay manera de deponer la beligerancia ni oportunidad para hacer un alto en la lucha de clases y en los esfuerzos de liberación nacional para celebrar; lamentablemente, los retos y los desafíos no dan tregua; el diablo no duerme. En cierta ocasión escuché decir a Fidel Castro: “No se puede estar a la vez, en guerra y de fiesta” Ahora lo entiendo mejor.
Tal vez madame Mitterrand, educada a la europea y heredera de las mejores tradiciones liberales que, en el estilo de Rousseau, Montesquieu y otros asumieron como artículo de fe la convicción de que el poder reside en el pueblo quien, en elecciones libres, mediante el sufragio universal, secreto y directo, elige a sus representantes, confiriéndoles una legitimidad que ninguna fuerza puede desconocer, esperaba otra reacción.
Una elección limpia y legítima es exactamente lo que ocurrió en Bolivia cuando, medio milenio después de la Conquista, en la única oportunidad que se les ha presentado, la indiada humillada y preterida, excluida y discriminada, votó por uno de los suyos. El primer presidente indígena de Bolivia es también el más legítimo, no sólo en términos revolucionarios, sino también en los cánones de la más ortodoxa democracia occidental.
Europa y los Estados Unidos, adalides de la idea de la representatividad, y que se llaman defensores del sufragio y la transparencia, no debieran desmentirse ahora cuando por una vez, en Bolivia, los más, expresaron inequívocamente su voluntad.
Es probable también que, enterada de la inveterada tendencia de la oligarquía boliviana a resolver a la tremenda los conflictos políticos y, sin mayores miramientos, acudir al Golpe de Estado, la señora Mitterrand alerte ante el peligro de que, una vez más, se acuda a ese expediente.
De todos modos, nunca será tarde para una buena causa y el mensaje de la ilustre ex Primera Dama no puede ser más preciso: “Ninguna democracia es una isla. Las democracias se deben asistencia mutua...” La sugerencia es antológica: el mundo globalizado lo es en todos los sentidos o no lo es en ninguno. La democracia, ha dicho ella: “Tiene valor para todos o no lo tiene para nadie”. Lo saben muy bien los franceses que, una generación atrás, sintieron sobre su patria la pesada bota de la ocupación fascista.
No se trata sólo de colocar a los timoratos ante sus inconsecuencias, sino de una apelación urgente. Ningún militante de izquierda, ningún demócrata y ningún combatiente o persona honrada sobre la tierra debiera permitir que sobre su conciencia caiga un átomo de responsabilidad por lo que pueda ocurrir en Bolivia: “¿Qué vamos a esperar --ha dicho Danielle Mitterrand--, que Evo Morales se inmole en el palacio de gobierno, como ocurrió con Salvador Allende, para ir a llorar sobre su tumba por la democracia”.
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